Ypaque II, Georgias del Sur. Viernes 21 de octubre de 2022.
¡Lo hemos conseguido!
El fin del huracán y la llegada a Bahía de la Fortuna.
Parecía que iba a ser una tarea fácil: tan solo 35 kilómetros, con una altitud máxima de 600m. Pero una serie de borrascas desprendidas del sistema antártico nos han azotado durante las últimas tres semanas. Así que lo que iba a ser tres días y dos noches de travesía, se han convertido en una semana bajo el temporal.
La mayoría de los días hemos estado atrincherados, unos salvando la vida y otros ganando metros a la ruta, luchando contra el viendo y las bajas temperaturas extremas. En estas condiciones, hemos sido cinco intrusos indefensos en un mundo de hielo y piedra, donde nuestras vidas han dependido del rigor de fuerzas elementales sombrías que se burlaban de nuestros pequeños esfuerzos por atravesar Georgias del Sur. Pero hemos sabido poner en práctica la adaptabilidad, que más que ningún otro rasgo es esencial para la vida en situaciones extremas.
Hace dos días, como cada mañana durante las últimas siete jornadas y con la esperanza de tener buenas noticias, lo primero que hice fue comunicarme con los compañeros del barco. Ezequiel me confirmó que se esperaba una pequeña mejoría para los siguientes dos o tres días y luego de nuevo una borrasca.
Así que después de valorar la meteorología, las condiciones anímicas y físicas de mis compañeros y las condiciones del terreno que teníamos por delante, decidí esperar un día más para confirmar la mejoría y luego lanzarnos lo más rápido posible a recorrer los siguientes diecisiete kilómetros de glaciares que nos separaban de Breakingwind Ridge, el último paso camino a Bahía Fortuna. A partir de ahí, el resto de la ruta sería un paseo.
Aún en la oscuridad de la madrugada, plegamos las tiendas y abandonamos nuestra última cueva de hielo. Con las primeras luces del amanecer nos adentramos en el Campo de Hielo Nineteen-Sixteen. En nuestras miradas se podía leer el temor a que la previsión nos jugará otra vez una mala pasada.
Durante los siguientes seis kilómetros la tensión fue palpable, el aire se podía casi cortar, no solo por el intenso frío, sino por el silencio con el que progresábamos. Cada uno en sus pensamientos, pero todos con un objetivo común: salir de aquel infierno blanco en que se había convertido nuestra ruta. En las dieciocho horas que tardamos en completar la etapa apenas hice algunas fotografías y grabé unos pocos vídeos. A pesar de que el paisaje invitaba a parar, sabía que no podíamos entretenernos.
Una parada breve, un trago de agua, un par de tomas y a seguir, esta fue nuestra secuencia durante la jornada. A medio día nos adentramos en el Glaciar Fortuna, el último por cruzar. A los pocos minutos la nube se abrió tímidamente y pude ver a lo lejos el Breakingwind Gap, collado natural que da paso a Bahía Fortuna. De nuevo la nube nos envolvió y tocó volver a la navegación con GPS. Bajé la cabeza, tracé un rumbo y marqué un ritmo. Cada pocos minutos miraba hacia atrás para comprobar que todos me seguían.
Pasadas unas horas de trayecto la pendiente empezó a aumentar repentinamente; nos acercábamos al cinturón rocoso, a la barrera natural que separaba los glaciares de nuestra salvación. Cuando Shackleton llegó a este punto le sorprendió la altura de la ladera sur de Breakingwind y se asustó. Pero escuchó a lo lejos el ruido de la estación ballenera y obnubilado por el primer sonido de civilización que había escuchado en los últimos tres años, se dejó arrastrar por la emoción, cayendo ladera abajo rodando hasta parar cuando la pendiente disminuyó. Una vez más Shackleton volvió a nacer. Durante la caída había perdido varios objetos vitales, entre los que estaba una pequeña estufa Primus, que aún hoy sigue sin aparecer.
Nos costó casi una hora más llegar hasta Breakingwind y arrastrar hasta ahí los packraft. Desde ahí deberíamos divisar Bahía Fortuna, pero no fue así, una vez arriba encontramos la misma niebla que nos venía acompañando.
Llamé al barco y acordamos unas coordenadas para el punto de encuentro y nos dispusimos a bajar con extremada precaución. La niebla me impedía tener suficiente visibilidad como para calcular la inclinación de la pendiente. Así que bajamos unos largos con ayuda de la cuerda.
A escasos dos kilómetros de la playa me acordé de la Cascada de Shackleton. Él y sus dos compañeros estaban ya muy cerca de la costa cuando decidieron bajar por un barranco que parecía conducirles directamente hasta el mar. Sin embargo, les esperaba un último obstáculo que superar, destrepar una cascada de agua helada. Me acordé de su relato cuando apenas quedaba algo de luz natural, mal momento para dudar sobre el itinerario. Dejé mis packraft con los compañeros para moverme más rápido, me subí a una loma y pude ver hacia el sur una pequeña lengua glaciar sin apenas grietas que bajaba directa hasta la bahía. Regresé con mis compañeros y juntos emprendimos la marcha. Cruzamos un par de barranqueras y por fin llegamos al glaciar.
Al poco, Riccardo me gritó; Juanma había caído en una grieta, hundiéndose hasta la cintura. Por suerte quedó en un susto. Estos pequeños incidentes nos fueron retrasando y lamentablemente la noche se hizo con nosotros. Progresábamos muy lentos, adivinando el camino y cuidando cada paso para no caer rodando por los acantilados.
Cuando ya estábamos a punto de abandonar el glaciar me encontré con un nuevo resalte de en torno a 20m. Pensé en destreparlo, pero ya era de noche cerrada, estábamos exhaustos, empapados y muy cargados. Así que volví a montar la cuarta reunión del día, descolgué a Domingo, le pasé todo el material y bajaron los demás. Luego destrepé con mucho cuidado y continuamos todos juntos.
Minutos más tarde pisábamos hierba por primera vez después de una semana. Los sonidos de focas y pingüinos se empezaron a intensificar y el fuerte olor a estiércol inundó nuestra pituitaria, totalmente insensibilizada por los días de estancia en el hielo. Ignacio se adelantó y de repente lo escuché decir: ¡chicos estamos en la playa!
Me resulta curioso que después de todo lo que habíamos pasado lo primero que me vino a la cabeza al escucharle fue pensar que las dificultades son sólo cosas que hay que superar.
Llegamos a la playa lloviendo, pisando estiércol, humedecidos hasta el tuétano, en una oscuridad absoluta. Sin duda estábamos en uno de los lugares más inhóspitos y desoladores que he conocido, pero bajábamos de un terreno más extremo aún. Así que estar de nuevo junto al mar fue como llegar a la mejor playa del Caribe.
Decidimos acampar y subir al barco al día siguiente, pues de noche, con oleaje y con el agua del mar a 2ºC hubiera sido muy arriesgado salir con la embarcación inflable. Descansamos unas horas y con las primeras luces llegó Santi con la pequeña lancha. La alegría fue inmensa, abrazos, palmadas y alguna lágrima; emocionados navegamos hasta el Ypaque II. Algunas olas nos mojaron con un agua helada, pero ya todo era de nuevo fiesta y diversión. Subir al barco fue como llegar a casa; esos pequeños dieciocho metros que un mes antes me parecieron una cáscara de nuez, se convirtieron en el mejor de los hogares en el que recibir cobijo. Ropa seca, sopa caliente y me retiré a descansar.
Antes de dormirme, reflexioné sobre lo maltrechos que terminamos esta travesía Shackleton y lo a punto que estuvimos de no volver. Pero también me sentí satisfecho por gestionar los problemas derivados de algo inevitable, el mal tiempo. Sin duda la perseverancia y la voluntad de vivir de todos nos han abierto el camino para salir de aquel frío infierno.
Vine con unas grandes expectativas, hacer la ruta Shackleton, ascender al Paget y recorrer las principales bahías de la costa este de Georgias del Sur. Sin embargo una vez más la montaña ha marcado sus pautas y las he sabido escuchar, respetando sus ritmos, armándome de paciencia y leyendo entre líneas cada uno de los mensajes. Así que aunque no haya cumplido con todos los propósitos, si lo he hecho con la mayoría, y sobre todo, con el más importante, regresar ilesos y más amigos que antes. Por eso hoy termino este día con sensaciones que solo producen las grandes aventuras, esa íntima sensación de plenitud que da el saber que hice lo que tenía que hacer.
Luego cerré los ojos y me arropé en el calor del recuerdo de mis seres queridos; vino a mi memoria el recuerdo de mis padres, agradeciéndoles en cualquier lugar del cielo que se encuentren que hace veinte años me regalaran mi primer libro de Sir Ernest Shackleton. Con ese gesto sembraron la semilla que estos días ha dado como fruto uno de los viajes más extraordinarios que he podido realizar.
Dedicaré los últimos días a visitar algunas de las colonias de pingüinos, focas y elefantes marinos de las Islas Georgias; a conocer la cara amable de este Serengueti del Sur. Pero no me quito de la cabeza lo cerca que está de mí el extremo del eje sobre el que gira esta gran bola redonda llamada Tierra. Estoy plenamente convencido de que somos una especie exploradora de la que algunos ejemplares tenemos este gen sobredimensionado, pues solo así puedo entender que después de lo vivido, mi brújula interior marque rumbo más al sur, hacia lo desconocido.
Gracias, mil gracias a TrangoWorld, al Gobierno de Canarias, a la Fundación Cajacanarias, a Deporte Lagunero y al Ypaque II, Georgias del Sur. Viernes Juan Diego Amador.