Atlántico Sur, 28 de octubre.
(51° 22′ S. – 55° 01′ O): últimos días, vida salvaje austral, y el largo y agitado retorno.
Aprovecho los diez días de navegación de retorno desde Georgias del sur hasta las Islas Malvinas y/o Falckland Islands para escribir a ratos. El intenso oleaje y el continuo movimiento del barco me impiden hacerlo durante mucho tiempo sin antes marearme. Aprovecho para anotar algunas cuestiones de las que no me quiero olvidar…
Alex Txikon es un reputado alpinista y amigo, al que conozco desde hace veinte años, cuando coincidimos en Chilas-Paquistán. Él había hecho cima en el Broad Peak y yo en el Gasherbrum II. Desde entonces he admirado su trayectoria y siento empatía por su persona. Algunas veces hemos coincidido en alguna expedición, como en la Antártida 2006, cuando yo salía y él llegaba desde Punta Arenas (Chile). En otras ocasiones nos hemos visto en Tenerife, con motivo de algún evento que he organizado, o por algún trabajo fotográfico para TRANGOWORLD, marca de ropa técnica que nos viste y de cuyo equipo formamos parte. En estos encuentros, además de contarnos las aventuras y disfrutar de la amistad, solemos hablar de hacer algo juntos y sobre todo, de hacer algo distinto a lo habitual.
El pasado mes de noviembre Alex volvió a Tenerife; entre otras actividades fuimos a escalar a La Catedral, en las Cañadas del Teide. Allí me comentó que tenía un buen contacto para navegar hasta las Georgias del Sur y así empezó este viaje que estoy a punto de terminar. Lamentablemente, a última hora Alex no pudo venir por complicaciones de su agenda, pero siempre le agradeceré ese primer impulso para esta expedición de cinco semanas (vuelos, una de espera por un petate extraviado, diecisiete días de navegación y doce en las Islas Georgias).
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Esta ha sido mi tercera expedición a las regiones australes: primero Antártida, luego Hielo Patagónico Norte y ahora Georgias del Sur. En este último viaje he puesto en práctica mucho de lo aprendido anteriormente, tanto aquí como en las expediciones a Alaska, Islandia y Noruega. Todos estos territorios tienen un nexo común: climas extremadamente fríos y húmedos. Esto supone que hay que cuidar mucho la logística, la elección del material, conocer bien las técnicas de supervivencia en condiciones invernales de gran exposición, la orientación sin visibilidad y aun así, acertar con la meteorología.
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En este sentido, la mejor época para viajar por estas latitudes es el verano austral, desde finales de noviembre hasta mediados de febrero. Sin embargo, nosotros hemos llegado a las Georgias un mes antes de lo deseado (por cuestiones personales de algunos miembros del grupo) y lo asumimos. Como resultado, soportamos duras tormentas huracanadas y tuvimos que resistir varios días enterrados en una cueva de hielo, además hemos visto menos fauna de la esperada, pues los animales están empezando a llegar de su largo viaje migratorio.
Quizás este ha sido el mayor aprendizaje de esta expedición: a estas regiones extremas se tiene que viajar con suficiente tiempo para poder soportar sin ansiedad las posibles esperas, y siempre en la época estival, de lo contrario es jugar a la ruleta rusa. Probablemente regrese a la Antártida, pues sigo teniendo algunos sueños por cumplir en el continente helado, pero lo haré cuando esté seguro que sea en la mejor época y con el tiempo necesario.
Me hubiera gustado obtener mejores imágenes de vídeo, desde tierra y desde el aire; sobre todo de la sección más abrupta y expuesta de la ruta. Pero precisamente allí es donde más soplaba el viento y donde cualquier cosa, incluso mantenernos ilesos supuso un gran esfuerzo. Apenas despegué el dron, pero sí pude fotografiar y hacer suficientes tomas como para poder contar dignamente esta historia en forma de documental y conferencia, tal y como me comprometí.
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Si pienso en las expectativas con las que salí de Tenerife, llegaré a casa frustrado, pues me hubiera gustado ver más y subir más alto. Pero si pienso en las complicaciones que tuvimos y en que podía haber perdido la vida, llegaré a casa eufórico. Honestamente, como ocurre con las grandes obras pictóricas, los grandes viajes no son ni la oscuridad absoluta, ni la luz plena, sino la perfecta combinación de ambas. Así que yo soy más del claroscuro, como la vida misma, donde el verdadero arte está en conseguir el equilibrio entre el deseo y la satisfacción para obtener un resultado pictórico más real y agradecido.
Durante los días de viaje y navegación he leído algunos libros sobre Shackleton (Atrapados en el Hielo, de Caroline Alexander, Wild, de Reynold Messner, Los Viajes de Shackleton a la Antártida, de Alberto Fortes). En casi todos he podido descubrir con sorpresa que él agradeciera de manera explícita la suerte que tuvo con las exquisitas condiciones meteorológicas durante su travesía. Sin embargo, nosotros vivimos otras Georgias, más invernales y muy poco coloridas, donde dominó el blanco de la niebla y la nieve y el negro de las rocas.
También hubiera preferido un tiempo primaveral, para disfrutar más y exponernos menos, pero estas deplorables condiciones me han permitido entender la gran hazaña de Shackleton y sus hombres, que realizaron la misma ruta en 1916, hace más de cien años, con escasos conocimientos de montaña y con el equipamiento de aquella época. Se trata de una de las gestas más épicas de la historia del montañismo y haberla podido realizar, me ayuda a acercarme a la verdadera dimensión de la exploración clásica, y a aquellos aventureros cuya pasión por descubrir no tenía límites ni fronteras.
Una vez que cumplimos con nuestro objetivo deportivo y a pocos días de tener que regresar, decidimos cambiar de rumbo. Personalmente, me apetecía mucho alimentar esa otra parte de mí, que tiene que ver más con la inquietud por explorar los espacios salvajes y la naturaleza en general, y con el conocimiento geográfico en particular.
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Empezamos visitando Grytviken, antiguo puerto ballenero y factoría. Allí, durante sesenta años, concretamente desde 1904 hasta 1964, más de 54.000 cetáceos fueron sacrificados, descuartizados y procesados en aceites y otros derivados Hoy apenas quedan en pie una decena de construcciones, entre las que destacan: la iglesia fundada en 1913, el museo, la oficina de correos y las dependencias de la actual sede del Gobierno, con una base científica en funcionamiento. En los aledaños de estos edificios, queda multitud de chatarra oxidada, enormes moles de hojalata que sirvieron como depósitos, barcos abandonados, arpones desparramados por la playa y un sinfín de artilugios que son el testimonio de una época reciente en la que se devastó estos mares y se llevó al borde de la extinción a varias especies de ballena, aún en fase de recuperación.
El museo es pequeño y humilde pero suficiente para conocer la historia del lugar y de sus personajes más importantes. Me llamó la atención la fotografía de un cazador que ostentaba el escalofriante récord de 6.000 ejemplares de ballena capturados. Por suerte, en las Georgias del Sur se ha llegado a tiempo y hoy es un santuario para la biodiversidad austral, pero no dejo de pensar en la capacidad destructora que podemos llegar a tener.
En Grytviken se pueden ver algunos animales, como el elefante marino (Mirounga leonina), llamado así por la pequeña trompa que tienen los machos adultos. En primavera las hembras varan en las playas para parir y a ellos les toca cuidar del harem. Estrechamente territoriales y celosos de otros machos solitarios, y a pesar de las tres toneladas de peso, sorprende ver la agilidad con la que se mueven cuando algún competidor se acerca. En su mayoría están llenos de cicatrices que recuerdan las violentas contiendas que tienen para mantener el liderazgo del grupo. También se pueden ver focas de dos pelos, o lobos marinos, fáciles de identificar por ser las únicas cuadrúpedas y por sus pequeñas orejitas. A pesar de su apariencia afable, también marcan su territorio y si te cercas demasiado te intentan morder. La norma general aquí es no aproximarte a menos de cinco metros de cualquier animal, tanto por nuestra seguridad como por garantizar su
tranquilidad.
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Quizás la visita más conmovedora en Grytviken fue al pequeño cementerio que hay a las afueras. Allí fue enterado Sir Ernest Shackleton en 1922 (estamos en el centenario), por expreso deseo de su esposa. Había fondeado en la bahía para reponer agua y aceite, camino al que hubiera sido su cuarto viaje a la Antártida, cuando una dolencia coronaria derivó en infarto y, casualidades de la vida, falleció en la tierra en que tantas pasiones vivió. Sus restos mortales se llevaron hasta Montevideo para recibir las honras fúnebres. La intención de sus hombres era trasladar luego su cadáver hasta su Irlanda natal. Pero su esposa decidió lo contrario y desde Uruguay fue llevado de nuevo a las Georgias, para enterrarle en el lugar donde más feliz había sido.
Años más tarde falleció Frank Wild, su segundo de abordo y su siempre leal compañero de aventuras. Wild vivió veinte años más en Sudáfrica y allí falleció en el olvido. Poco tiempo después su familia decidió trasladar las cenizas junto a Shackleton en Grytviken; en su epitafio se puede leer: “la mano derecha de Shackleton”. Hoy descansan juntos en su último y eterno viaje.
Al día siguiente nos pusimos en marcha con la ilusión de ver el Pingüino Rey (Aptenodytes patagonicus) y navegamos hasta la Bahía de St. Andrews. En esta playa se encuentra la mayor colonia del mundo, con más de 250.000 parejas reproductoras. Por su estética, colorido y carácter, está entre los animales que más me han hechizado. Sus depredadores naturales son fundamentalmente focas y orcas, por lo que en tierra se muestran confiados. Disfruté mucho observando su compartimiento: prefieren estar con las patas más en el hielo que en la tierra y se mueven en pequeños grupos, pero cuando el viento azota se apiñan en multitud creando su propia barrera natural. Son curiosos por naturaleza y si te quedas quieto un rato se te acercan para ser tú el observado. Ver la fauna salvaje en sus santuarios es un regalo único que debería ser obligatorio para que entendamos la importancia de conservar, cuidar y hasta mimar nuestro patrimonio natural.
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El Glaciar Cook es uno de los más extensos de las Georgias y hasta hace treinta años llegaba directamente al mar, mientras que ahora dista casi 500 metros de la playa de St. Andrews. El cambio climático aquí también es palpable y tiene sus consecuencias para la vida salvaje.
Pasamos la mañana recreándolos en este singular rincón, con una densidad de pingüinos sobrecogedora y luego pusimos rumbo a Cobblers Cove más al norte, con la intención de ver una pequeña colonia de Pingüino Macaroni (Eudyptes chrysolophus). Sin embargo no tuvimos suerte, encontramos la pingüinera pero no a ellos. Luego pude leer que en esta época del año permanecen mucho tiempo en el océano, alimentándose del preciado krill (una especie de camarón).
Parece ser que el krill abundaba en el interior de las bahías, pero desde que se descubrió que es una gran fuente de Omega 3 se ha producido una pesca abusiva y este importante recurso ha ido disminuyendo paulatinamente. Me pregunto si no sería más sostenible que hiciéramos más deporte para bajar los índices de colesterol, en vez de esquilmar el alimento más preciado de la fauna austral, pues la población de ballenas no aumenta como cabría esperar por el mismo motivo. Antes ellas eran el objetivo a capturar, ahora es su principal alimento, sea como sea, su cadena trófica no descansa.
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De regreso de la pingüinera tuve un encuentro inesperado con una pareja de Petrel gigante (Macronectes giganteus), que se asomó detrás de un tussacs, especie vegetal que sirve como abrigo y lugar de nidificación a la avifauna local.
Al día siguiente nos dirigimos a Mayviken con la intención de visitar una colonia de Pingüino Gentoo (Pygoscelis papua), algo más pequeño y tímido que el Pingüino Rey. En este caso si tuvimos suerte y pudimos ver una pequeña población de unos 200 ejemplares.
El 20 de octubre giré 180 grados mi brújula para comenzar el viaje de regreso a casa, a mi otro mundo, a la rutina diaria de la vida confortable. Me apetece, pues después de un largo e intenso viaje se me hace necesario recuperar el sosiego, calmar el alma y darle una tregua al cuerpo.
A medida que cumplo años, pienso con más frecuencia en si esta será la última o la penúltima gran expedición, pues quizás se me agoten las ganas de viajar. Pero lo cierto es que no sé vivir solamente en el confort del hogar, entre otras cosas porque creo que el mundo es un lugar maravilloso y enorme por descubrir y en el que jugar, y básicamente porque me aburre lo fácil. Por eso sigo manteniendo intacta la pasión por conocer un lugar nuevo para mí, por hacer de nuevo la mochila y por compartir una nueva aventura.
Una vez más quiero agradecer a quienes han hecho posible que la “Expedición Tras los pasos de Shackleton” haya sido una realidad, y hayamos cumplido con buena parte de nuestros objetivos. A todos los que con entusiasmo y ánimos nos han estado siguiendo, apoyando, escribiendo y de alguna manera viviendo esta aventura. Y especialmente gracias a Fundación Cajacanarias, Deporte Lagunero, Excmo. Ayuntamiento de San Cristóbal de La Laguna, Consejería de Educación del Gobierno de Canarias y Parlamento de Canarias por facilitarme el camino hasta aquí con su inestimable ayuda.
Salud, amistad y naturaleza.
Juan Diego Amador