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Los expertos Luis Navarro y Adrián Escudero pretenden concienciar al colectivo escalador de los riesgos que la escalada puede suponer sobre la flora que habita la roca a través de este interesante artículo y un vídeo animado.

Es posible que buena parte de los lectores no sepáis que el organismo vivo más longevo de nuestro país y de toda Europa es un escalador canario, un viejo cedro (Juniperus cedrus) que lleva colgado de las paredes que rodean las cañadas, enfrente del Teide, desde hace más de 1500 años. También puede que la mayoría no sepa que es un árbol endémico de las islas macaronésicas con un número muy pequeño de poblaciones y con muy pocos individuos.

Se trata de un relicto catalogado como en peligro crítico de extinción. Sobrevive a duras penas en las paredes más escarpadas donde ha podido librarse del asalto devastador de especies invasoras como conejos y muflones que nosotros llevamos allá.

Muchas de las joyas biológicas de Canarias no pudieron subirse ahí arriba y se perdieron hace ya muchos años, cosas de la llamada sexta extinción masiva que los humanos hemos provocado. En Pirineos, es habitual ver pinos centenarios (Pinus uncinata) subidos a promontorios rocosos en las zonas más elevadas donde se libran de las avalanchas y pueden crecer y reproducirse sin problemas, lento pero seguro.

Resulta sorprendente verlos allí encaramados como auténticos bonsáis, con las raíces metidas en las grietas y desafiando a la gravedad. En esas arcas de Noé pétreas estos venerables ancianos no están solos, si no que van acompañados por todo un cortejo de especies vegetales que, como ellos, se subieron a las paredes para librarse de los hielos de las glaciaciones y de la presión de un montón de herbívoros y competidores que en estas atalayas lo tienen muy difícil.

Las paredes constituyen el hábitat de una buena parte de la flora de nuestro país. Una diversidad biológica que en muchos casos está muy amenazada. España atesora una cantidad enorme de plantas que colonizan estas paredes. En la mayoría de los casos son especies con área de distribución muy pequeña, tamaños poblacionales reducidos, auténticos fósiles vivientes, en muchas ocasiones con historias evolutivas singulares condicionadas por el aislamiento geográfico que confiere vivir en esas islas geográficas y con adaptaciones sorprendentes para sobrevivir en lugares tan complicados.

Es muy posible que entre los que nos encanta escalar o andar por las montañas pocos sepan que solo existe una población en el mundo de una dioscorácea de origen tropical y muy antigua, Dioscorea chouardii, en las paredes que hay en Sopeira sobre el Noguera Ribagorzana en Huesca.

Menos de 2500 individuos reproductores compuestos por pequeños bulbos de los que en verano emergen unas hojas acorazonadas que no consiguen hacer muy llamativa a la planta, pero con edades que superan en muchas ocasiones los 500 años como nos dice cada una de las cicatrices que su escapo anual, donde van las flores, ha ido dejando sobre ese órgano subterráneo.

Muchas de estas especies son auténticas reliquias y constituyen un patrimonio biológico único del que deberíamos de sentirnos tan orgullosos como del de nuestras catedrales o del acueducto de Segovia.

Los géneros Petrocoptis y Saxifraga son probablemente el mejor paradigma de esta flora, con un buen número de especies que como indican sus nombres, en griego en el primer caso y en latín en el segundo, “rompen las piedras” en alusión a su hábito de vivir en las grietas y fisuras de las paredes rocosas.

Los dos géneros de plantas tienen numerosos endemismos de área muy reducida e iconos como la “corona de rey”, Saxifraga longifolia, o el clavel de roca Petrocoptis guarensis que se pueden ver en las calizas del prepirineo.

Cuando vemos esos grandes monumentos verticales, paredes aparentemente imposibles y  retadoras, de los que activan nuestro entusiasmo como escaladores, el Naranjo de Bulnes o el Tozal de Mallo en Ordesa, no distinguimos la capa de vida que se afana por resistir en ese medio inhóspito y hostil que son las grietas, fisuras, o pequeños rellanos.

Solo cuando nos acercamos y comenzamos a trepar, vemos que lo que parecía un desierto es en realidad un hervidero de vida, un montón de plantas, musgos y líquenes. Incluso a altitudes elevadas, la cantidad de plantas que encontramos en estos paredones es alucinante. No es raro disfrutar a principios del verano de la floración de estas plantas rupícolas, que es como las llamamos los que nos dedicamos a esto, mientras aseguramos a nuestro colega de cordada.

Sobrevivir en estos ambientes extremos no es tarea sencilla. La escasez de suelo limita el acceso al agua y los nutrientes necesarios para el crecimiento de las plantas. La verticalidad o las fuertes pendientes dificultan enormemente la dispersión de los frutos y semillas y su fijación a la pared, no en vano la gravedad no ayuda, el enraizamiento de las semillas tras la germinación, la retención de humedad o incluso la formación de suelo son todo un reto allá arriba.

Además, en estos ambientes, las plantas se ven expuestas a condiciones térmicas muy contrastadas y extremas tanto por frío como por calor. La capacidad de superar todas estas dificultades es lo que hace tan singulares desde un punto de vista biológico a las plantas rupícolas.

Si a ello sumamos que el aislamiento de sus poblaciones, supeditadas a la disponibilidad de estas superficies rocosas esparcidas por la geografía a modo de islas de un archipiélago oceánico, promueve el aislamiento genético de sus poblaciones, es fácil entender que un porcentaje elevado de las plantas que adquieren este hábito de vida sean endemismos de distribución geográfica muy restringida. Cerca de 300 especies de plantas rupícolas se encuentran legalmente protegidas en España por su rareza y por su grave estado de conservación.

Pero estos ambientes rocosos no son un hábitat exclusivo para estas joyas biológicas. Las actividades en la montaña y especialmente la escalada deportiva representan un desafío para el manejo y conservación de este patrimonio biológico común, especialmente ahora que la popularidad de esta actividad se ha incrementado de manera vertiginosa.

En los últimos años, la práctica de la escalada deportiva ha crecido enormemente, ejerciendo una gran presión sobre los organismos que habitan los roquedos, especialmente en aquellas zonas donde, por sus especiales características de accesibilidad, condiciones climáticas o calidad de la roca, la afluencia es masiva.

El éxito de Alberto Ginés en Tokio y el trabajo admirable de toda una generación de escaladores y escaladoras, también en las redes, solo auguran un aumento de este tipo de actividades. Este éxito ha llevado, en numerosas ocasiones, a un conflicto entre la conservación de estas singulares especies y la práctica del deporte que amamos.

En la actualidad ya existen más de 1.600.000 escaladores activos en Europa y las predicciones apuntan a que en los próximos 30 años se producirá un incremento sustancial, especialmente como consecuencia de la visibilidad que le ha otorgado su inclusión como modalidad deportiva olímpica, la proliferación de rocódromos y la mejora de la seguridad y accesibilidad a muchas escuelas de escalada.

Desafortunadamente, buena parte de los conflictos que se producen y que, con toda probabilidad, se van a producir en el futuro ocurren como consecuencia del desconocimiento. No cabe ninguna duda de que la mayoría de los escaladores son personas profundamente concienciadas con los problemas ambientales y que intentan minimizar su impacto.

Lejos quedan ya los tiempos en los que cepillo de púas en mano se cepillaban las vías para “limpiarlas” dejando cicatrices que perduran durante décadas, como en el pico de la Miel cerca de Madrid.

La falta de una educación ambiental que sí tenían quienes llevaban toda una vida conviviendo y conociendo con detalle el medio en el que practicaban este deporte está detrás de estos problemas. La eliminación de plantas a la hora de abrir nuevas vías es algo que tiene que ser erradicado de nuestro deporte.

La mayoría de los practicantes son conscientes y respetan las restricciones impuestas relacionadas con la cría de aves rupícolas, como alimoches, quebrantahuesos o águilas reales, pero el impacto sobre la flora no suele reconocerse, ni puede evitarse con este desconocimiento.

Compartamos, con aves y plantas, el hábitat de forma respetuosa. No es plato de gusto, acusar a nadie de hacer las cosas mal cuando no hay premeditación. Pero sí es verdad que hay que comenzar a pensar en los problemas que podemos generar con nuestra actividad deportiva, especialmente en el caso de aquellas escuelas de escalada completamente masificadas.

En el marco de un proyecto europeo donde se está trabajando con estas plantas rupícolas cubriendo diferentes aspectos hemos preparado un video animado que pretende ayudar a entender el riesgo. Con él no pretendemos demonizar a un colectivo concreto, ni limitar el desarrollo de nuestro deporte; sólo intentamos llamar la atención sobre comportamientos que inconscientemente pueden generar problemas irresolubles a nuestra flora más amenazada y rara.

Necesitamos que los aficionados a la escalada sean conscientes de la enorme riqueza genética, evolutiva y ecológica de las plantas que comparten con ellos las paredes. Conozcamos y compartamos las paredes con ellas. Podemos ponernos las gafas de reto deportivo, pero sin que nos dejen ciegos para toda esta diversidad biológica.

Por: Luis Navarro (Profesor Titular de Botánica en la Universidad de Vigo) y Adrián Escudero (Catedrático de Ecología de la URJC (Catedrático de Ecología de la URJC en Madrid).

Fuente: desnivel.com

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